Soy Pablo Soto y "Párpados sicarios" es el blog en el que dejo registro de mis inquietudes en torno a la literatura, especialmente sobre la poesía. Podrán encontrar en las diferentes pestañas los temas de interés del blog. Allí podrán leer y comentar textos propios y de otros autores. También pueden seguir al blog en Facebook e Instagram como Parpadosicarios. En Facebook: https://www.facebook.com/parpadosicario En Instagram: @arpadosicario En Spotify: Párpados Sicarios Podcast

7 sept 2011

Poemas de Raymond Carver*




Miedo

Miedo a ver un coche de la policía acercarse a mi puerta.
Miedo a dormirme por la noche.
Miedo a no dormirme. 
Miedo al pasado resucitando.
Miedo al presente echando a volar.
Miedo al teléfono que suena en la quietud de la noche.
Miedo a las tormentas eléctricas.
¡Miedo a la limpiadora que tiene una mancha en la mejilla!
Miedo a los perros que me han dicho que no muerden.
Miedo a la ansiedad.
Miedo a tener que identificar el cuerpo de un amigo muerto.
Miedo a quedarme sin dinero.
Miedo a tener demasiado, aunque la gente no creerá esto.
Miedo a los perfiles psicológicos.
Miedo a llegar tarde y miedo a llegar antes que nadie.
Miedo a la letra de mis hijos en los sobres.
Miedo a que mueran antes que yo y me sienta culpable.
Miedo a tener que vivir con mi madre cuando ella sea vieja, y yo también.
Miedo a la confusión.
Miedo a que este día acabe con una nota infeliz.
Miedo a llegar y encontrarme con que te has ido.
Miedo a no amar y miedo a no amar lo suficiente.
Miedo de que lo que yo amo resulte letal para los que amo.
Miedo a la muerte.
Miedo a vivir demasiado.
Miedo a la muerte.
           Ya he dicho eso.


Tu perro se muere

lo atropella una furgoneta.
lo encuentras a la orilla de la carretera
y lo entierras.
te sientes mal.
te sientes mal por ti mismo,
pero te sientes peor por tu hija
porque era su mascota
y lo quería mucho.
solía canturrearle
y lo dejaba dormir en su cama.
escribes un poema sobre ello.
lo titulas un poema para tu hija
y trata del perro al que atropella una furgoneta,
de cómo te ocupaste de él,
lo llevaste al bosque
y lo enterraste hondo, muy hondo,
y el poema sale tan bien
que casi te alegras de que hayan atropellado
al pobre perro, si no, no habrías escrito
nunca ese poema.
entonces te sientas a escribir
un poema sobre la escritura de un poema
que trata de la muerte de ese perro,
pero mientras escribes oyes
a una mujer gritar
tu nombre, tu nombre de pila,
ambas sílabas,
y tu corazón se para.
dejas pasar un rato y vuelves a escribir.
ella grita de nuevo.
Te preguntas cómo va a terminar esto.


Por la mañana, pensando en el imperio.

Apretamos los labios contra el borde esmaltado de las tazas
e intuimos que esta grasa que flota
en el café logrará que el corazón se nos pare cualquier día.
Ojos y dedos se dejan caer sobre los cubiertos de plata
que no son de plata. Al otro lado de la ventana, las olas
golpean contra las paredes desconchadas de la vieja ciudad.
Tus manos se alzan del áspero mantel
como si fueran a hacer una profecía. Tus labios se estremecen…
Te diría que al diablo con el futuro.
Nuestro futuro yace en lo más profundo de la tarde.
Es una calle angosta por la que pasa un carro con su carretero,
el carretero nos mira y vacila,
luego menea la cabeza. Mientras tanto,
rompo indiferente el espléndido huevo de una gallina de raza Leghorn.
Tus ojos se nublan. Te vuelves para mirar el mar
tras la hilera de tejados. Ni las moscas se mueven,
rompo el otro huevo.
Seguramente nos hemos empequeñecido juntos.



Los viejos tiempos


Dormitabas frente al televisor
pero aún no te habías acostado
cuando llamaste. Yo estaba dormido,
O casi, cuando sonó el teléfono.
Querías decirme que habías dado
una fiesta. Y que se me echó de menos.
Fue como en los viejos tiempos, dijiste,
y te reías.
La cena fue un desastre.
Todo el mundo estaba borracho perdido a la hora
en que la comida atinó con la mesa. La gente
se lo estaba pasando bien, hasta
que alguien se llevó a la novia
de alguien arriba. Entonces
alguien cogió un cuchillo.
Pero te pusiste delante del tipo
cuando iba a subir
y lograste calmarle.
Se evitó el desastre por un pelo,
dijiste, y te reíste de nuevo.
No te acordabas muy bien
de lo que había ocurrido después.
La gente se puso sus abrigos
y empezó a marcharse. Tú
debes de haberte quedado dormido
un rato frente al televisor
porque te estaba pidiendo a voces
una copa cuando despertaste.
De todos modos, tú estás en Pittsburg
y yo aquí, en este
pueblo en la otra punta
del país. Todo el mundo
se ha ido de nuestras vidas ahora.
Querías llamarme para decirme hola.
Dices que estuviste pensando
en mí, en los viejos tiempos.
Dices que me echas de menos.
Fue entonces cuando me puse a recordar
aquella época y cómo solían
saltar los teléfonos cuando sonaban.
La gente que venía
a primera hora de la mañana
a llamar asustada a la puerta.
No importaba desde dentro.
Me acordé de eso y de cenas tensas.
Los cuchillos en la mesa, a la espera
de problemas. Irme a la cama
con la esperanza de no volver a despertar.
Te quiero, hermano, dijiste.
Se cruzó un sollozo.
Me cogí al auricular
como si fuera el brazo de un colega.
Y deseé abrazarte, viejo amigo.
Yo también te quiero, hermano.
Lo dije y luego colgamos.



Cierras la puerta por afuera, luego tratas de entrar.

Así de sencillo, sales y cierras la puerta
sin pensarlo. Y cuando te das cuenta
de lo que has hecho
es demasiado tarde. Si parece
la historia de una vida, perfecto.
Estaba lloviendo. Los vecinos que tenían
una llave no estaban. Lo intenté varias veces
por las ventanas de abajo. La mirada fija
en el sofá, las plantas, la mesa,
las sillas y el equipo de música.
La taza de café y el cenicero esperándome
en la mesa de cristal, y mi corazón
que se iba hacia ellos. Les dije: hola, amigos,
o algo parecido. Después de todo,
no era tan grave.
Cosas peores habían pasado. Incluso
tenía su gracia. Encontré la escalera.
La cogí y la apoyé contra la pared.
Subí bajo la lluvia a la terraza,
pasé sobre la barandilla
y lo intenté con la puerta. Estaba cerrada,
por supuesto. Pero volví a mirar hacia dentro,
mi escritorio, los papeles y la silla.
Era la ventana por la que miraba
cuando alzaba la vista de la mesa.
Esto no es como lo de abajo, pensé.
Esto es algo más.
Había allí algo que nunca había visto
desde la terraza. Estar allí dentro y no estar.
No sé cómo explicarlo.
Pegué la cara al cristal
y me imaginé dentro,
sentado a la mesa. Alzando la vista
del papel de vez en cuando.
pensando en otro lugar
y otro tiempo.
La gente que había amado entonces.


Me quedé allí un rato bajo la lluvia.
Me consideraba el hombre más afortunado del mundo.
Incluso cuando me pasó por encima una ola de pena.
Incluso cuando me sentí francamente avergonzado
por el daño que había causado.
Le di un fuerte golpe a aquella hermosa ventana.
Y entré.



Carta

Cariño, por favor, mándame el block de notas que dejé
en la mesita. Si no está,
mira debajo. O debajo de la cama. Está
por ahí. Si no es un block,
unas líneas garabateadas en trozos
de papel. Pero seguro que están por ahí. Tiene que ver
con lo que nos contó una vez nuestra amiga la doctora Ruth
sobre aquella anciana de ochenta y pico años,
«sucia y endurecida por la mugre» —son sus palabras— tan poco
preocupada por sí misma que la ropa se le había pegado
al cuerpo y tuvieron que arrancársela
en la sala de urgencias. «Estoy tan
avergonzada. Lo siento», decía sin parar. ¡El olor
de la ropa irritó los ojos de Ruth! Las uñas de la anciana
habían crecido tanto que ya se curvaban
hacia los dedos. Le costaba respirar, sus ojos
sólo expresaban miedo. Pero, así y todo, fue capaz
de contarle a Ruth su historia. Había debutado
en la Madison Avenue, pero su padre la repudió
cuando bailó en París en el Folies Bergère.
Ruth y los que estaban de guardia en urgencias creyeron
que deliraba
pero les dijo cómo se llamaba su hijo
al que no trataba
que era gay y que regentaba un bar gay en la ciudad. Y él lo confirmó
todo. Todo lo que había dicho la anciana era verdad.
Luego sufrió un ataque al corazón y se murió en los brazos de Ruth.
Pero quisiera ver qué más anoté de lo que nos contó.
Quiero ver si es posible recrear esa época de
hace sesenta años en la que aquella joven desembarcaba
en Le Havre, hermosa, decidida, dispuesta a triunfar
en el escenario del Folies Bergérie, capaz
de echar la cabeza hacia atrás y de saltar a la vez, llevar
plumas y medias de malla, y bailar y bailar, los brazos enlazados con
los de las otras jóvenes del Folies Bergérie,
levantando la pierna
en el Folies Bergérie. Puede
que sea un block de tapas azules, el que
me regalaste a la vuelta de Brasil. Puedo ver
mi letra junto al nombre del caballo ganador en el hipódromo
que había junto al hotel: Lord Byron. Pero me importa esa mujer,
no la suciedad, eso no me importa, ni siquiera cuando pesaba casi 150 kilos.
A la memoria no le importa dónde habita y se burla
del cuerpo. «Una vez aprendí algo sobre la identidad», dijo Ruth,
recordando sus años de prácticas, «todos nosotros, jóvenes estudiantes de medicina,
boquiabiertos ante las manos de un cadáver. Ahí es
donde la humanidad
pervive más tiempo — en las manos». Las manos de esa mujer. Anoté
algo en ese momento, como si la estuviera viendo con las manos pegadas
a las esbeltas caderas, las mismas manos
que Ruth tuvo entre las suyas y no puede olvidar.



Útimo fragmento


¿Y conseguiste lo que
querías en esta vida?
Lo conseguí.
¿Y qué querías?
Considerarme amado, sentirme

amado sobre la tierra.

*Raymond Carver. (1938 – 1988) Escritor estadounidense. Poemas extraídos de "Todos nosotros. Poesía Reunida". 


2 comentarios:

maritza dijo...

saludos pablo. estarè siguiendote en la poesia de tu espacio. un gusto compartir lo bello y burlar todas las distancias. te dejo el abrazo entrañable de siempre!

Pablo dijo...

linda maritza, saludos y estas siempre con nosotros!