“Por un par de meses, antes de que yo la conociera, ella había sido la novia de nuestro zaguero central y alguien me dijo que el tipo se vanagloriaba de haberle puesto una mano debajo de la blusa. Eso me lo hacía insoportable. Tan celoso estaba de aquella imagen del pasado que casi dejé de saludarlo. El chico era alto, bastante flaco y pateaba como un caballo. Yo me mordía los labios, allá arriba, en la soledad del número 9, cuando me fauleaban y él se llevaba la gloria del tiro libre puesto en un ángulo como un cañonazo. Si lo nombro hoy, todavía receloso, es porque participó de aquella victoria memorable y porque sin su gol el mío no habría tenido la gloria que tiene.
Mi novia admitía haberlo besado, pero negaba que el odioso personaje le hubiera puesto la mano en el escote. A veces yo me resignaba a creerle y otras sentía como si una aguja me atravesara las tripas. Escuchábamos a Billy Cafaro y quizás a Eddie Pequenino pero yo no iba a bailar porque eso me parecía cosa de blandos. En realidad nunca me animé y si más tarde, ya en Tandil, caí en algún asalto o en una fiesta del club Independiente, fue porque estaba completamente borracho y perseguía a una rubia inabordable.
Pasábamos el tiempo en el cine, acariciándonos por debajo del tapado que nos cubría las piernas, y creíamos que su padre no se enteraba. Tal vez era así: andaba inclinado, ausente, masticando el charuto apagado, neurótico por el humo y el calor de la cabina de proyección. Pero la madre no nos sacaba el ojo de encima y aquella desgraciada tarde de invierno irrumpió en la boletería y empezó a darle de cachetadas a mi novia.
Después supe que hacíamos el amor todos los días, pero en aquel entonces suponía que había una sola manera posible y que si ella la aceptaba, el más glorioso momento de la existencia habría ocurrido al fin. Y ese instante, en una vida vulgar, sólo es comparable a otro instante, cuando la pelota entra en un arco de verdad por primera vez, y no hay Dios más feliz que ese tipo que festeja con los brazos abiertos gritándole al cielo.
(del relato "Primeros amores")
“Discutimos en la pensión porque yo ignoraba las matemáticas y la química y volvimos en silencio, muy lejos uno del otro. Lo dejé ir adelante y todavía veo su camisa sudada flotando en la ventolera. Yo no sabía qué hacer de mi vida y miraba para arriba a ver si bajaba la pelota. Tenía diecinueve años y me sentía solo en una cancha vacía. Todavía estoy ahí, demorado con mi padre en medio del camino. Imagino historias porque me gusta estar solo con un cigarrillo y estoy cerca de la edad que tenía mi padre cuando se tumbaba de la moto. Fueron muchas las caídas y no siempre lo levanté. Me gustaría saber qué opinión tendría de mí, que he perdido su petróleo. Quisiera que echara una ojeada a estas líneas y a otras. Que me regalara un juguete y me contara cuántas veces estuvo enamorado; que me explicara qué carajo hacíamos los dos en un camino de Neuquén rumbo a las torres de YPF,
mientras en el transistor se apagaba la voz de Julio Sosa cubierta por los acordes de otra marcha militar”.
(del relato "Petróleo")
“Me contó esa mentira como antes me había contado otras, pero a mí no me importaba porque me gustaban sus relatos dichos con voz muy baja, casi inaudible. Recuerdo que en sus cuentos él siempre caía mal parado. A los fascistas de Uriburu no atinó a devolverles ni un solo golpe y la chica del Once se quedó con otro. A Gardel lo encontró en un bar de Corrientes y lo llevó a su casa en un coche prestado, pero no se atrevió a pedirle autógrafo.
Estaba acercándose a la mesa cuando el Zorzal apagó la sonrisa, se levantó de golpe y los mandó al carajo a Razzano y a una mujer de pelo amarillo. Mientras todos lo miraban alejarse, mi padre salió por otra puerta, subió al coche y oyó que Gardel lo llamaba. "Haceme la gauchada, pibe, tírame en casa", le dijo. En el trayecto lo convidó con un Camel importado y sacó los anteojos para leer algo que la rubia había escrito en una servilleta manchada de rouge. Después se puso a silbar y a tamborilear con los dedos sobre el tablero del coche. Nada más. Ni una palmada, ni una de esas eternas sonrisas. Carlitos arrugó la servilleta, la tiró por la ventanilla y en el cruce de Lavalle con Jean Jaurés desapareció para siempre de la vida de mi padre.
—¡Eso no es verdad! —gritó el predicador entre sueños—. Gardel nunca compuso nada. ¡Si no sabía ni silbar...!
Mi padre lo miró , azorado , como si el otro le discutiera su propio pasado . Bastó esa distracción para que la camioneta se saliera de la huella y resbalara cuesta abajo por el lodazal. Caímos de lado, uno encima del otro, hasta que la pick-up de Obras Sanitarias quedó inclinada contra un alambrado. El primero en salir fue el pastor, con la valija sobre la cabeza; después mi padre me pidió que le sostuviera el volante para apoyar un pie y alcanzar el hueco de la puerta. Una vez que todos estuvimos afuera, el predicador abrió su maletín a hurtadillas y sacó un piloto de esos que usaba Humphrey Bogart. Se lo puso y señaló la Biblia.
—Oremos, hermano. Porque le mientes a tu hijo y adoras a falsos ídolos. —Se puso los anteojos y silbaba —insistió mi padre—Me parece que era Golondrinas."
(del relato "Encuentros")
Fragmentos extraídos del libro "Cuentos de los años felices", Osvaldo Soriano, 1992.
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